"Alcen los ojos y miren los campos, porque ya están maduros para la siega" (Juan 4:35).
Muchos conocemos esta poderosa historia donde encontramos estos versículos transformadores. Jesús había estado hablando con una mujer junto a un pozo en la región de Samaria, una cita divina que lo cambiaría todo. Esta mujer respondió tan positivamente al mensaje de Jesús que no pudo contener su alegría. Salió corriendo a contarle a todo el pueblo el cambio radical que había ocurrido en su vida, convirtiéndose en una de las primeras evangelistas del Nuevo Testamento.
La historia nos cuenta que los discípulos habían salido a almorzar, dejando a Jesús solo junto al pozo. Al regresar, encontraron a Jesús haciendo algo que los impactó profundamente: hablar con una mujer de dudosa reputación. Pero para colmo, a los ojos de los discípulos, no solo era una mujer —lo cual rompía con las convenciones sociales— sino que también era samaritana, miembro de un grupo de personas profundamente odiadas por los judíos. La animosidad centenaria entre estos dos pueblos era profunda, y los discípulos no podían comprender por qué su Maestro perdía el tiempo con una persona así.
Lamentablemente, incluso hoy en día, hay seguidores de Cristo que luchan con esta misma perspectiva estrecha. No podemos aceptar a quienes no son como nosotros, ya sea por su origen, cultura, errores pasados o posición social. Creamos límites invisibles sobre quién merece escuchar el mensaje del evangelio.
Aunque las Escrituras no dicen explícitamente que los discípulos hablaran con Jesús sobre lo sucedido, Jesús conocía sus corazones. Comprendía su confusión, sus prejuicios y su incomodidad. Les gustaba la compañía de Jesús, sus milagros y sus profundas enseñanzas, pero aún les costaba aceptar su misión principal, que era buscar y salvar a los perdidos: a todos los perdidos, no solo a los respetables.
Jesús aprovechó esta oportunidad de aprendizaje para ayudarlos a comprender la razón por la que estaban allí. Pero Jesús no solo quería que comprendieran su misión intelectualmente; quería que la aceptaran personalmente y la integraran en sus vidas. Por eso Jesús les dice con urgencia: «Alcen la vista y miren los campos, porque ya están blancos para la siega».
¿Qué quería Jesús que vieran? No solo campos agrícolas meciéndose con la brisa, sino algo mucho más significativo. Quería que vieran los campos espirituales: la multitud esperando ser alcanzada con el mensaje transformador del amor de Dios. La mujer samaritana ya había ido al pueblo, y pronto multitudes acudirían a recibir a Jesús. La cosecha literalmente caminaba hacia ellos.
El problema es el mismo hoy. Mientras disfrutamos de nuestra acogedora comunión, nuestros inspiradores servicios de adoración, nuestros estudios bíblicos y nuestras cenas compartidas, los campos fuera de los muros de nuestra iglesia esperan ser cultivados. La gente busca esperanza, significado y propósito. Luchan contra la adicción, la soledad, la depresión y la desesperación. Y muchos nunca han escuchado una presentación clara del evangelio. Esto no es un problema de una sola persona o un pastor; es un desafío para todos. Esta es nuestra cosecha, estos son nuestros campos y esta es nuestra misión.
Entonces, ¿cómo podemos alcanzar a los perdidos de nuestra generación?
Primero, debemos vivir con urgencia y comprender que nuestro éxito depende completamente de si caminamos cerca de Dios. Todo gira en torno a nuestra relación con Él. No podemos regalar lo que no poseemos. Si no permanecemos en Cristo, dedicando tiempo a su Palabra y a la oración, no tendremos nada de valor eterno que ofrecer a los demás.
Segundo, debemos vivir con urgencia, reconociendo que estamos llamados a hacer la obra de Dios dondequiera que estemos. Estamos llamados a usar todos los talentos, dones y oportunidades que Dios nos ha dado. Ya seas maestro, mecánico, padre, estudiante o jubilado, tu campo está donde Dios te ha plantado. No necesitas un título de seminario para compartir lo que Cristo ha hecho en tu vida.
Y finalmente, debemos vivir con urgencia, reconociendo que nuestra fuerza proviene solo de Dios. Sabemos que el trabajo es duro y exigente. Nos cansamos, nos desanimamos y, a veces, queremos rendirnos. Pero, cimentados en las promesas de Dios, sabemos que tendremos la fuerza para cumplir nuestra misión. Su gracia es suficiente y su poder se perfecciona en nuestra debilidad.
¿Ves los campos hoy? Mira a tu alrededor. Ves a los vecinos que necesitan al Señor. Ves a los compañeros de trabajo, a los familiares, a las personas en la fila del supermercado. Deja que Dios te abra los ojos y el corazón para que veas más allá de las puertas de tu hogar y de tu iglesia. La cosecha es abundante y los obreros pocos. Pero estás llamado, equipado y empoderado para marcar la diferencia.
Que Dios te bendiga y te guarde, y que estas palabras te ayuden a renovar tu espíritu para la misión que tenemos por delante.
Dr. Dimas Castillo